Ese otro que también me habita,
acaso propietario, invasor quizás o exiliado en este
cuerpo ajeno o de ambos...,
ese otro,
también te ama
Darío Jaramillo
Voy a vivir para repetir este momento,
te bajaría del cielo, mujer, la luna hasta tu cama…
Andrés Calamaro
I
Conocí a Lizeth en una terraza de
Colinas del Sur, espacio habitacional para descansar del tráfico, la polución,
las vecindades, los barrios y los problemas sociales --bueno,
por lo menos eso decían quienes vendieron los terrenos allá por años sesenta
del siglo pasado--. Familias con buenas posibilidades económicas compraron propiedades en el “paradisíaco”
lugar, pero huyeron unos cuantos años después, cuando la clase media, presumiendo
sus miserias a bordo de automóviles lujosos, tomó por asalto aquel
territorio. Las colinas sureñas, entonces, se llenaron de tienditas,
microbuses, baches, asaltos, casetas de vigilancia, edificios por caerse y
vecinos maleducados. Pero bueno, decía que fue en una terraza de esas colinas
donde conocí a la mujer de colores, a la guapa siempre irónica de sonrisa
interminable.
Previo a un
juego de mesa, intercambiamos un sin fin de miradas. Fue ese mediodía de tarjetitas,
tableros y figurillas donde comenzaría otro juego muy diferente, con muñequitos
que se besan, se acarician, se consienten y se procuran; un juego donde la
derrota se resuelve en la pasión y en la gloria de una palabra obscena que resuena en un oído dulce. Jugar es una forma de la dicha: lo bailado nadie te
lo quita.
Desde que la
conocí no dejé de verla. Siempre la encontraba en su lugar de trabajo, bien
concentrada, bien glamorosa. Regalarle un cigarro era la manera más discreta de
conversar con ella sin que sospechara que me atraía, y también la forma que
encontré para invadir sus pensamientos por cinco minutos, aunque tanta palabrería pronto se
convirtiera en volutas de humo que flotaban alrededor de nuestros cuerpos. Después
vinieron los abrazos, los mails, las interminables pláticas, los besos no dados
antes del amanecer, más cigarrillos, las canciones, el tequila, los sueños. Sí,
todo eso vino durante esas semanas donde el juego era intercambiar miradas,
risas, burlas, cigarros, silencios cómodos (muy cómodos) y un nos vemos tan prometedor, como pensar en
ella el resto de la semana.
Sí, fue en una
terraza donde la vida cambió, y qué curioso, pero vista de lejos, no parece una
terraza; es más, ni siquiera se alcanza a ver a lo lejos. Y es que son tantas
las casas cercanas al lugar, que la vista se entretiene en tinacos, puertas,
automóviles y peatones. De cualquier manera, y dadas las circunstancias de un
verano prometedor, la terraza es un lugar agradable para la plática, los cigarros y la escritura.
Y de eso se trata todo esto, de contar cómo y de qué manera el amor y la
querencia pueden llegar en forma de voluta de humo, al poniente de la ciudad, un
junio del año nueve, desde una terraza.
II
Son las cuatro de la mañana, ¿no
me vas a besar?
III
Fue un sí desvelado, una propuesta desvelada. Veníamos del sur. Muchas
tardes habían pasado. Aquella comenzó con un chocolate y muchas letras. Después
fue el adónde vamos. Luego el paraíso
sin hojas de parra, los nombres apresurados, el tú, el yo, el nosotros. Al amanecer, agigantados, volvimos al oriente felices y soñolientos. Antes de que se bajara del coche le hice
la pregunta: ¿quieres ser mi novia? Pero en realidad no quería hacerle
la pregunta de todos conocida, quería decirle que estaba resuelto a perderme
con y en ella. Que su encantamiento no daba posibilidad al regreso. Que
me había seducido con el canto de su voz. Que no colocaría cera en mis oídos. Que
me haría amarrar al mástil con tal fuerza que cuando los vientos fueran
desatados seguramente me llevarían a una isla iluminada por
ella. Que su mágica voz era lo único que habitaba ese mar silencioso que era yo.
Que aquel beso de las cuatro de la mañana me liberaba de llevar historias a
cuestas. Que no importaba lo que platicáramos, ni que el sol se hubiera ido a
dormir, ni que la luna nos observara desde el horizonte. Que sólo quería
escuchar su mágica voz coloreando nuestros sueños sin retorno, diciendo
quedémonos aquí, quedémonos. Todo eso quería decirle.
IV
Fotografías.
Bien abrigados en la bahía Pataia, allá en el Parque Nacional Tierra del Fuego. República
Argentina. El último punto de la ruta nacional número 3, a 3079 kilómetros de
Buenos Aires, a 17, 848 de Alaska. El fin del mundo; en la Patagonia; navegando el canal Beagle; intentando escalar el glaciar Martial; jugando en la nieve del punto más austral del
mundo; en la Puerta de la Ciudadela de la Plaza Independencia de aquel Montevideo que a fuerza de caminarlo juntos lo hicimos nuestro; en el mercado del puerto
con un medio y medio; desembarcando en Mar del Plata; en las calles bonaerenses
de baldosas flojas y librerías interminables; en la Balvanera cantando tangos con Gardel y
comiendo empanadas inigualables con Gauchito Gil; en el Luna Park; en Puerto Madero; en el Valle del Cauca; en el colorido Salento; en Armenia; en
la ruta del café, en las termales de Santa Rosa del Cabal; en la laguna de
Guatavita y su largo trayecto para volver --como si la leyenda de El Dorado se nos viniera encima con tantísimo oro--; en Zipaquirá; en Bogotá; en los
tinticos; en la Plaza de Bolívar; en el Monserrate; en la rumba; en la playa
San Agustinillo; en la sierra Oaxaqueña; en la Casa del Mezcal; en Puerto
Vallarta; en Celestún; en Mérida; en Chichén Itzá; en Valladolid; en Izamal; en
los cenotes y sus peces gato; en Bacalar, la laguna de los siete colores; en
Mahahual; en Tulum; en Guadalajara; en la ruta de conventos agustinos; en Taxco
y su imponente Santa Prisca; en el campanario de la Catedral; en la ciudad; en nosotros; en las muchas fotografías; libres en nuestros manicomios.
V
Ciudad de ciudades, hemos fundado
tres: Santa Cruz Atoyac, Atenor Salas y Militar Marte. Ciudad de pantalla
grande, conquistamos tus salas beso a beso. Ciudad lujuriosa, de tus hoteles de
paso, que son los nuestros, no hemos salido. Ciudad perversa, en bares y antros
de buena muerte te encontramos. Ciudad burlona y sarcástica, contigo nos hemos
reído de la escandalosa mayoría. Ciudad letrada, algunos libros te hemos
robado. Ciudad enigmática de millones de extraños, te hemos sobrevivido, nos
has soportado, te hemos circulado, nos has inundado y desbarrancado, te hemos
persignado y entaconado, nos has dejado llegar a tu centro, a tu origen, al
nuestro. Ciudad principio y fin, estamos en tu fundamento.
VI
Quién iba a imaginarse que a
medio camino entre el oriente y el poniente se encontraba Aranjuez, ese lugar
donde las miradas no se asustan; donde las sonrisas se convierten en canciones y las palabras son dardos que
todo lo enamoran; ese lugar donde se escucha la risa del placer debajo de la
sábana.
VII
Lizeth es impaciente como la
madruga. Tiene mucho qué decir pero prefiere besar y después decirlo. O mejor
dicho, tiene mucho qué besar pero mejor dice y después besa. A decir verdad, lo
que importa es saber, para que nadie se entere, que es misteriosa como la
oscuridad que le hace cosquillas al corazón y encantadora como el viento que
teje la locura de la noche, el sueño de la mañana. Conoce lo suficiente de la
pasión para considerar que el amor es risueño y geométrico; quizás por eso se
divierte pensando que en el principio del principio fueron las ganas y no el
sentimiento lo que le dio sentido a esto que llamamos mundo. No se inquieta con
el equívoco y viaja de la locura a la nostalgia para quitarse el frío.
VIII
Plagio.
No se puede vivir del amor,
flaca, porque donde manda marinero… y además sentiste lo que es tener el corazón
roto, pero mira, aunque casi me equivoco y te digo no me mientas, no me digas
la verdad, confieso que cuando te conocí supe que había días distintos y guardé
el instinto asesino en un cajón; juntos nos hemos burlado de la basura de la
alta suciedad, descubrimos los caramelos con forma de corazones, el tercio de
los sueños y los doce pasos. El otro día pedí un deseo al ver pasar un tren,
flaca, sé que no estuve bien, sé que dije cosas que nunca debí decir, perdón si
es que te he faltado, pero no me vuelvas la espalda por eso, sabes que te
seguiría por todas partes y volvería a la ciudad si me das la oportunidad de
volver a empezar y ser mejor que antes, mira que podemos viajar al otro lado
del charco, salir a caminar solitos, sentarnos en un parque a fumarnos un
porrito. Quiero un pedazo de cielo para invitarte a dormir, flaca, quiero que volemos
en un solo paracaídas, quiero seguir jugando, quiero llevarte conmigo, aun cuando
no voy a ninguna parte. No te preocupes, flaca, aunque no sepamos dónde mirar, sabes
que me gusta desarmarme en el vaivén de tu cintura y remar sobre tu espalda y
naufragarte. Tuyo siempre ¿Nos tomamos un gin tonic?
IX
Emma y Sebastián, valientes de
bigote a cola.
X
Desde hoy, cada mañana me
llevarás contigo. Seré tu primer bostezo, tu primer café, tu primer paso, tu
primera mirada, tu primera canción. Y desde luego, porque el día avanzará
agobiante como siempre --y yo tengo algunas ocupaciones-- poco a poco me iré
difuminando, me irás desdibujando, y entonces será la oficina la que ocupe tu
contigo; serán los pendientes, el estrés, los elevadores, los regaños, los
teléfonos insistentes. Basta con leas este conjuro dos veces, si puedes tres, para
que al salir de ese edificio vuelva tu contigo a mi yo y te acompañe de regreso
a casa para ser tu primer descanso, tu primer sueño.
XI
Una vez encantado por la mujer de
colores, no hubo regreso. Dejé que me sedujera con el canto de su voz. Sólo por
un instante tuve la oportunidad de colocar cera en mis oídos para no
escucharla, pero no quise hacerlo, iba resuelto a perderme en y con ella.
Entonces me hice amarrar al mástil con tal fuerza que cuando los vientos se
desataron fui a dar a una isla iluminada por ella. De eso me enteré horas después, cuando su mágica voz me
alcanzó a orillas de un mar silencioso. En algún lugar de la tormenta mi cuerpo
quedó liberado de llevar historias a cuestas. Caminé en busca de su voz.
Horas después, la mujer de colores y yo estábamos en el punto más elevado de la
isla. Reíamos. No recuerdo qué platicamos, ni tengo en mi memoria al sol
yéndose a dormir, ni a la luna mirándonos desde el horizonte. Lo que sí
recuerdo es su mágica voz coloreando sueños de un viaje sin retorno y diciendo
quedémonos aquí, quedémonos.