Rudolph

Yo lo coloco y ella lo quita; ella lo quita y no lo coloca; yo lo coloco y no lo quito; ella loquita y yo loco loco.

7.4.16

La mujer de colores (apuntes)

                                              
                                                      Ese otro que también me habita,
                        acaso propietario, invasor quizás o exiliado en este
                                                              cuerpo ajeno o de ambos...,
                                                                                            ese otro,
                                                                                también te ama
                                                                                                                          Darío Jaramillo
                                             
                                              Voy a vivir para repetir este momento,
te bajaría del cielo, mujer, la luna hasta tu cama…
Andrés Calamaro

I

Conocí a Lizeth en una terraza de Colinas del Sur, espacio habitacional para descansar del tráfico, la polución, las vecindades, los barrios y los problemas sociales --bueno, por lo menos eso decían quienes vendieron los terrenos allá por años sesenta del siglo pasado--. Familias con buenas posibilidades económicas compraron propiedades en el “paradisíaco” lugar, pero huyeron unos cuantos años después, cuando la clase media, presumiendo sus miserias a bordo de automóviles lujosos, tomó por asalto aquel territorio. Las colinas sureñas, entonces, se llenaron de tienditas, microbuses, baches, asaltos, casetas de vigilancia, edificios por caerse y vecinos maleducados. Pero bueno, decía que fue en una terraza de esas colinas donde conocí a la mujer de colores, a la guapa siempre irónica de sonrisa interminable.
Previo a un juego de mesa, intercambiamos un sin fin de miradas. Fue ese mediodía de tarjetitas, tableros y figurillas donde comenzaría otro juego muy diferente, con muñequitos que se besan, se acarician, se consienten y se procuran; un juego donde la derrota se resuelve en la pasión y en la gloria de una palabra obscena que resuena en un oído dulce. Jugar es una forma de la dicha: lo bailado nadie te lo quita.
Desde que la conocí no dejé de verla. Siempre la encontraba en su lugar de trabajo, bien concentrada, bien glamorosa. Regalarle un cigarro era la manera más discreta de conversar con ella sin que sospechara que me atraía, y también la forma que encontré para invadir sus pensamientos por cinco minutos, aunque tanta palabrería pronto se convirtiera en volutas de humo que flotaban alrededor de nuestros cuerpos. Después vinieron los abrazos, los mails, las interminables pláticas, los besos no dados antes del amanecer, más cigarrillos, las canciones, el tequila, los sueños. Sí, todo eso vino durante esas semanas donde el juego era intercambiar miradas, risas, burlas, cigarros, silencios cómodos (muy cómodos) y un nos vemos tan prometedor, como pensar en ella el resto de la semana.
Sí, fue en una terraza donde la vida cambió, y qué curioso, pero vista de lejos, no parece una terraza; es más, ni siquiera se alcanza a ver a lo lejos. Y es que son tantas las casas cercanas al lugar, que la vista se entretiene en tinacos, puertas, automóviles y peatones. De cualquier manera, y dadas las circunstancias de un verano prometedor, la terraza es un lugar agradable para la plática, los cigarros y la escritura. Y de eso se trata todo esto, de contar cómo y de qué manera el amor y la querencia pueden llegar en forma de voluta de humo, al poniente de la ciudad, un junio del año nueve, desde una terraza.

II

Son las cuatro de la mañana, ¿no me vas a besar?

III

Fue un desvelado, una propuesta desvelada. Veníamos del sur. Muchas tardes habían pasado. Aquella comenzó con un chocolate y muchas letras. Después fue el adónde vamos. Luego el paraíso sin hojas de parra, los nombres apresurados, el tú, el yo, el nosotros. Al amanecer, agigantados, volvimos al oriente felices y  soñolientos. Antes de que se bajara del coche le hice la pregunta: ¿quieres ser mi novia? Pero en realidad no quería hacerle la pregunta de todos conocida, quería decirle que estaba resuelto a perderme con y en ella. Que su encantamiento no daba posibilidad al regreso. Que me había seducido con el canto de su voz. Que no colocaría cera en mis oídos. Que me haría amarrar al mástil con tal fuerza que cuando los vientos fueran desatados seguramente me llevarían a una isla iluminada por ella. Que su mágica voz era lo único que habitaba ese mar silencioso que era yo. Que aquel beso de las cuatro de la mañana me liberaba de llevar historias a cuestas. Que no importaba lo que platicáramos, ni que el sol se hubiera ido a dormir, ni que la luna nos observara desde el horizonte. Que sólo quería escuchar su mágica voz coloreando nuestros sueños sin retorno, diciendo quedémonos aquí, quedémonos. Todo eso quería decirle.

IV

Fotografías. 
Bien abrigados en la bahía Pataia, allá en el Parque Nacional Tierra del Fuego. República Argentina. El último punto de la ruta nacional número 3, a 3079 kilómetros de Buenos Aires, a 17, 848 de Alaska. El fin del mundo; en la Patagonia; navegando el canal Beagle; intentando escalar el glaciar Martial; jugando en la nieve del punto más austral del mundo; en la Puerta de la Ciudadela de la Plaza Independencia de aquel Montevideo que a fuerza de caminarlo juntos lo hicimos nuestro; en el mercado del puerto con un medio y medio; desembarcando en Mar del Plata; en las calles bonaerenses de baldosas flojas y librerías interminables; en la Balvanera cantando tangos con Gardel y comiendo empanadas inigualables con Gauchito Gil; en el Luna Park; en Puerto Madero; en el Valle del Cauca; en el colorido Salento; en Armenia; en la ruta del café, en las termales de Santa Rosa del Cabal; en la laguna de Guatavita y su largo trayecto para volver --como si la leyenda de El Dorado se nos viniera encima con tantísimo oro--; en Zipaquirá; en Bogotá; en los tinticos; en la Plaza de Bolívar; en el Monserrate; en la rumba; en la playa San Agustinillo; en la sierra Oaxaqueña; en la Casa del Mezcal; en Puerto Vallarta; en Celestún; en Mérida; en Chichén Itzá; en Valladolid; en Izamal; en los cenotes y sus peces gato; en Bacalar, la laguna de los siete colores; en Mahahual; en Tulum; en Guadalajara; en la ruta de conventos agustinos; en Taxco y su imponente Santa Prisca; en el campanario de la Catedral; en la ciudad; en nosotros; en las muchas fotografías; libres en nuestros manicomios.

V

Ciudad de ciudades, hemos fundado tres: Santa Cruz Atoyac, Atenor Salas y Militar Marte. Ciudad de pantalla grande, conquistamos tus salas beso a beso. Ciudad lujuriosa, de tus hoteles de paso, que son los nuestros, no hemos salido. Ciudad perversa, en bares y antros de buena muerte te encontramos. Ciudad burlona y sarcástica, contigo nos hemos reído de la escandalosa mayoría. Ciudad letrada, algunos libros te hemos robado. Ciudad enigmática de millones de extraños, te hemos sobrevivido, nos has soportado, te hemos circulado, nos has inundado y desbarrancado, te hemos persignado y entaconado, nos has dejado llegar a tu centro, a tu origen, al nuestro. Ciudad principio y fin, estamos en tu fundamento.

VI

Quién iba a imaginarse que a medio camino entre el oriente y el poniente se encontraba Aranjuez, ese lugar donde las miradas no se asustan; donde las sonrisas se convierten en canciones y las palabras son dardos que todo lo enamoran; ese lugar donde se escucha la risa del placer debajo de la sábana.


VII

Lizeth es impaciente como la madruga. Tiene mucho qué decir pero prefiere besar y después decirlo. O mejor dicho, tiene mucho qué besar pero mejor dice y después besa. A decir verdad, lo que importa es saber, para que nadie se entere, que es misteriosa como la oscuridad que le hace cosquillas al corazón y encantadora como el viento que teje la locura de la noche, el sueño de la mañana. Conoce lo suficiente de la pasión para considerar que el amor es risueño y geométrico; quizás por eso se divierte pensando que en el principio del principio fueron las ganas y no el sentimiento lo que le dio sentido a esto que llamamos mundo. No se inquieta con el equívoco y viaja de la locura a la nostalgia para quitarse el frío.


VIII

Plagio.
No se puede vivir del amor, flaca, porque donde manda marinero… y además sentiste lo que es tener el corazón roto, pero mira, aunque casi me equivoco y te digo no me mientas, no me digas la verdad, confieso que cuando te conocí supe que había días distintos y guardé el instinto asesino en un cajón; juntos nos hemos burlado de la basura de la alta suciedad, descubrimos los caramelos con forma de corazones, el tercio de los sueños y los doce pasos. El otro día pedí un deseo al ver pasar un tren, flaca, sé que no estuve bien, sé que dije cosas que nunca debí decir, perdón si es que te he faltado, pero no me vuelvas la espalda por eso, sabes que te seguiría por todas partes y volvería a la ciudad si me das la oportunidad de volver a empezar y ser mejor que antes, mira que podemos viajar al otro lado del charco, salir a caminar solitos, sentarnos en un parque a fumarnos un porrito. Quiero un pedazo de cielo para invitarte a dormir, flaca, quiero que volemos en un solo paracaídas, quiero seguir jugando, quiero llevarte conmigo, aun cuando no voy a ninguna parte. No te preocupes, flaca, aunque no sepamos dónde mirar, sabes que me gusta desarmarme en el vaivén de tu cintura y remar sobre tu espalda y naufragarte. Tuyo siempre ¿Nos tomamos un gin tonic?


IX

Emma y Sebastián, valientes de bigote a cola.


X

Desde hoy, cada mañana me llevarás contigo. Seré tu primer bostezo, tu primer café, tu primer paso, tu primera mirada, tu primera canción. Y desde luego, porque el día avanzará agobiante como siempre --y yo tengo algunas ocupaciones-- poco a poco me iré difuminando, me irás desdibujando, y entonces será la oficina la que ocupe tu contigo; serán los pendientes, el estrés, los elevadores, los regaños, los teléfonos insistentes. Basta con leas este conjuro dos veces, si puedes tres, para que al salir de ese edificio vuelva tu contigo a mi yo y te acompañe de regreso a casa para ser tu primer descanso, tu primer sueño.

XI

Una vez encantado por la mujer de colores, no hubo regreso. Dejé que me sedujera con el canto de su voz. Sólo por un instante tuve la oportunidad de colocar cera en mis oídos para no escucharla, pero no quise hacerlo, iba resuelto a perderme en y con ella. Entonces me hice amarrar al mástil con tal fuerza que cuando los vientos se desataron fui a dar a una isla iluminada por ella. De eso me enteré horas después, cuando su mágica voz me alcanzó a orillas de un mar silencioso. En algún lugar de la tormenta mi cuerpo quedó liberado de llevar historias a cuestas. Caminé en busca de su voz. Horas después, la mujer de colores y yo estábamos en el punto más elevado de la isla. Reíamos. No recuerdo qué platicamos, ni tengo en mi memoria al sol yéndose a dormir, ni a la luna mirándonos desde el horizonte. Lo que sí recuerdo es su mágica voz coloreando sueños de un viaje sin retorno y diciendo quedémonos aquí, quedémonos.